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En los arrabales es donde principalmente se presenta la raza parisiense; allí se conserva su pureza de sangre; allí está su verdadera fisonomía; allí el pueblo trabaja y padece, y el padecimiento y el trabajo son las dos figuras del hombre. Allí hay cantidades inmensas de seres desconocidos en que hormiguean los tipos más extraños, desde el descargador de la Râpée hasta el desollador de Montfaucon. Fex urbis, dice Cicerón; mob añade Burke indignado; turba, multitud, populacho. Estas palabras se pronuncian muy fácilmente. Sea; pero ¿qué importa?, ¿qué importa que anden con los pies descalzos? No saben leer, tanto peor ¿los abandonaréis por eso? ¿Haréis de su desgracia una maldición? ¿Acaso la luz no puede penetrar en esas masas? Volvamos a este grito: luz; obstinémonos en él: ¡luz, luz! ¿Quién sabe si esos seres opacos se harán transparentes?  ¿No son transfiguraciones las revoluciones? Andad, filósofos, enseñad, ilustrad, iluminad, pensad alto, hablad alto, corred alegres hacia el vivo sol, fraternizad con las plazas públicas, anunciad las buenas nuevas, prodigad los alfabetos, proclamad los derechos, cantad las Marsellesas, sembrad el entusiasmo, arrancad verdes ramas de la encina, haced de la idea un torbellino. La multitud puede llegar a ser sublime. Sepamos utilizar esa vasta hoguera de principios y de virtudes que chisporrotea, estalla y se conmueve a ciertas horas. Esos pies descalzos, esos brazos desnudos, esos harapos, esa ignorancia, esa abyección, esas tinieblas, pueden emplearse en conquistar lo ideal. Mirad al través del pueblo y descubriréis la verdad. Esa vil arena que oprimís bajo los pies, echadla en el horno, se fundirá, cocerá, se hará brillante cristal; y gracias a él Galileo y Newton descubrirán los astros.



Los Miserables, Víctor Hugo








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